«Todo centelleaba y refulgía con una luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad» Así describía Albert Hoffman su primera experiencia con LSD, que no solo era la suya, sino la primera de un ser humano al ser quién descubrió en su laboratorio la sustancia.Expresaba con ello el potencial de los psicodélicos para liberar la mirada y a nosotros con ella, para desencorsetar nuestra experiencia de las cajas conceptuales e incluso la construcción de nuestra identidad, aspecto terapéutico central, pues la manera en la que nos miramos desempeña el fundamento de la relación que tenemos con nosotros mismos, esto no supone superponer una visión «positiva» a una «negativa», sino ir más allá de ambas al contacto con el amor oceánico que se encuentra más allá de ellas donde bebemos la paz de la libertad de no definirnos.Los psicodélicos como el bufo alvarius nos ofrecen la posibilidad de diluir «la manera leprosa con la que percibimos la vida», pero es una decisión cotidiana vivir abierto a que sea el Amor el que mire a través nuestra, primero no atacándonos por tener una mirada limitada o incertera, sino agradecer el poder soltar por fin el peso de sostener una manera férrea de ver.Para ello a mi me ayudó profundamente comprender la importancia de no sacar conclusiones, vivir en la inconclusión del fluir, en la confianza radical, en la suavidad de la humildad, riéndonos ante nuestras con frecuencia chistosas falsas percepciones.Me ayudó mucho abrirme un perdón no-dual, un perdón más allá de toda definición del perdón, a un sentir de inocencia que era algo mucho más profundo que el opuesto de la culpa, una inocencia que no viene de una ausencia de pruebas para declararnos culpables, una inocencia que no viene de un sentido jurídico, sino ontológico, una Inocencia que es nuestro ser y que va más allá incluso de los sucesos que emergen como «lo real», una inocencia eterna, infinita, plena en su libertad.Dice la primera lección del libro de ejercicios de ‘un curso de milagros’ : » Nada de lo que veo significa nada» , con ella nos invita a un «no sé» infinito que es la puerta abierta al milagro de reconocer nuestra esencia plena e invulnerable en mitad de la devastación percibida.Los filtros hechos de creencias, memorias y heridas son las gafas con las que miramos y troquelamos el mundo que vemos, tomar responsabilidad de nuestra mirada es asumir el poder creador de nuestra experiencia. Mirar » al que mira» en nosotros, «observar al obervador» y cuestionarlo hasta la indefinición es dejarle la puerta abierta al que de verdad sabe: el AmorEsta mirada es el verdadero perdón, el deshilachamiento de las ilusiones que haciéndolas reales con nuestra fe generan los conflictos externos e internos. Defendiéndonos de la Vida hacemos real el ataque , abandonando las armas en la confianza plena la paz nos inunda y la gratitud y la expectación ante la sorpresa y la creatividad constante nos insuflan el corazón de jovialidad y goce.Incluso en la Biblia en la carta a los corintios, Pablo decía: «Porque ahora vemos por un espejo defectuoso, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido. Mi conocimiento es ahora imperfecto, pero un día conoceré a Dios como él me ha conocido siempre a mí.»Mi » conocimiento imperfecto» me impide ver la perfección, una perfección más allá de todo perfeccionismo, de toda etiqueta, de toda definición de perfección, el «no sé» junto a la disposición a amar abren mi corazón a la experiencia que hay «más allá de la perfección», a lo incognoscible, a lo extático, lo orgásmico…Os comparto aquí un texto de Julio Llorente, llamado » Mirar el mundo recién creado»:»¿Cómo desesperar si las mujeres siguen dando a luz, los niños jugando en los parques y los ancianos paseando de la mano? ¿Cómo desesperar, por punzante que sea nuestro dolor, si hay un amigo que nos llama a diario para ofrecernos su consuelo?La pregunta es, por tanto, cómo debemos mirar la realidad para no caer en el hastío o en la pesadumbre, en la desesperanza o en la angustia. Suele decirse que los poetas miran la realidad como recién creada y uno podría añadir, naturalmente, que así es como la debemos mirar todos. Hemos de contemplar las cosas como iluminadas por los rayos de un sol que nace. El césped como si estuviese arropado por un rocío que nunca llega a evaporarse, el mirlo como si su canto fuese aún un eco de la palabra creadora de Dios, al vecino como si hubiese emergido milagrosamente de las entrañas de la tierra para saludarnos. Así admiraríamos la realidad igual que el niño que la va descubriendo y la concebiríamos, además, como un don que se nos ha concedido gratuitamente, sin nosotros merecerlo. No habría pesadumbre porque quien mira la realidad como recién creada sabe, íntimamente lo sabe, que la corrupción es solo una apariencia. No habría hastío porque viviríamos envueltos por el fresco aroma de la novedad.Pero hay quien podría objetar que esto no basta. Que, por mucho que consideremos las cosas recién creadas, la realidad se impondría y nosotros terminaríamos acostumbrándonos, dándolas por sentadas. Antepondríamos la urgencia de nuestros asuntos a las exigencias de la belleza ubicua. No nos detendríamos a contemplar suponiendo que podríamos hacerlo en cualquier otro instante; postergaríamos sine die el momento de hacer justicia con nuestra mirada al inefable esplendor de las cosas.Por eso hay quien propone otra forma de mirar. Más que contemplar las cosas como recién creadas, hay que contemplarlas como pendientes de un hilo que está a punto de rasgarse. Habría que mirarlas como si fuese la última vez que se nos concediese hacerlo, como si una sombra se cerniese sobre la tierra y sus cimientos estuvieran tambaleándose. Entonces dialogaríamos con el prójimo igual que dialogaríamos con Platón, escribiríamos el artículo más banal como quien escribe su ópera prima, rezaríamos cada mañana como si ante nosotros se extendiese un abismo y detrás las llamas de un incendio zigzagueasen furiosas. La sospecha de una pérdida inminente nos permite, oh, encarnar el carpe diem de los clásicos.Pero tampoco parece suficiente. Solo habiendo descubierto la belleza de la realidad, solo habiéndosenos aparecido el mundo como milagroso y nuevo cada vez, solo así tememos perderlo. Sin esa aparición la posibilidad de un extravío no suscita sino indiferencia. Habría incluso quien pudiera desear la desaparición pensando, juicioso, que con él también desaparecerían el tedio, la tristeza, la angustia.Lo que yo propongo, pues, es reunir ambas actitudes. Miraremos el mundo como debemos cuando, primero, lo consideremos recién creado y, segundo, reconozcamos su fragilidad; cuando apreciemos el milagro de que las cosas estén aquí, para nosotros, y a la vez seamos dolorosamente conscientes de que pueden dejar de estarlo en apenas un pestañeo. Solo de este modo nuestra mirada se adecuará a la naturaleza de la realidad. Dicen los teólogos que Dios crea las cosas constantemente, que las sostiene en el ser como las corrientes de aire sostienen a la rapaz que planea. Esto implica que la monotonía es solo una apariencia y la primicia una verdad, por supuesto, pero también que basta con que Dios lo disponga para que la realidad se desvanezca de un plumazo, para que el ser troque en la nada tan repentinamente como la nada trocó en el ser.Solo miramos como debemos, solo captamos la esencia de la realidad, cuando ya no identificamos la creación con un prodigio que acaeció en un pasado remoto y la devastación con un mal que advendrá en un futuro incierto. Cuando concebimos el mundo como un milagro que puede negársenos en cualquier momento. Cuando se nos ha bendecido con la gracia de atisbar el Génesis y el Apocalipsis, el origen y el fin, en un solo vistazo. Cuando en el fulgor de la novedad entrevemos, ay, la negra sombra de la pérdida.» Una pérdida que quizás, más allá de la tragedia, nos haga encontrarnos con la Vida, esa vida que está aquí y también más allá de la muerte, esa canción insondable cuyo sonido nos hace vibrar de paz y felicidad, esa vida que nos respira más allá de la nariz y el oxígeno»
Sergio Sanz Navarro